El jardín de vidrio

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El jardín de vidrio, Tatiana Țîbuleac. Editorial Impedimenta 2008.

Os traigo una novela basada en la propia historia familiar de esta autora moldava que ha sido un descubrimiento. Después de leer El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de 2016, que ya os reseñé,  y no solo por los premios con los que ha sido reconocida, también porque me ha dejado otra huella que pocas novelas hacen.

Me ha recordado a la trilogía de Agota Kristoff, Claus y Lucas, y a una escritura tan descriptiva que al tiempo la han calificado la escritura del dolor. Otro diferente al que conocemos, pero igual de duro.

Ahora regresa con una obra de historias familiares fallidas en un pequeño país, Moldavia, en la época en la que era una república más de la URSS, y que al tiempo nos revela la historia poco conocida de esa región eternamente ocupada.

Escrita en capítulos cortos, en primera persona y con una cronología cambiante que no es obstáculo para seguir la novela y que te provoque una emoción en cada uno de ellos.

Es la historia de la pequeña Lastotchka, quien vive en un orfanato en los años más duros del comunismo y es adoptada por una mujer madura, Tamara Pavlovna. Lo que para la niña era un sueño, salir de un infierno de maltratos en el que padecía todo tipo de vejaciones y encontrar un hogar, se convierte en otra especie de averno que se prolonga durante diez años. Aunque es alimentada, como reconoce su madre, es recogida solo con un fin, trabajar hasta la extenuación. La convierte en una esclava, recibiendo iguales golpes que en el orfanato.

La escuela quedará aparcada, es el momento de trabajar, recogiendo botellas, rayando jabón y lavándolas en la gran bañera para revenderlas. Sus hombros supuran pus y sus manos siempre están al rojo vivo. Se alimentan de latas y mantequilla, pues cocinar no entra en los planes de su nueva madre, y sin embargo, ha sido la única persona que la ha visto como persona.

Y así su madre le recuerda: «Lo peor, Lastochka, es el sufrimiento prolongado, recuerda mis palabras».

Cuando no estaba su madre, contemplaba los colores de las botellas que recogía y lavaba hasta la extenuación, y así en el sótano vislumbro lo más valioso que en ese momento tenía, su jardín de vidrio.

Además de las historias familiares, y de la violencia hacia las mujeres nos acerca la relación entre no querer perder su identidad y la lengua a la que dedica su autora una especial atención. A la que no ve como un instrumento de comunicación, sino de sometimiento, de prestigio o de fracaso.

Pero su inmersión en la lengua rusa obligada por su madre adoptiva le envuelve en una espiral al verse entre dos lenguas y sentirse perdida. Los ecos de la perestroika de Gorbachov y el desastre de Chernóbil solo son hechos que llegan como un silbido a sus oídos.

Su madre tiene un objetivo, porque la escuela llegará y cree que la lengua rusa la dará más oportunidades. Si bien Lastochka elige acudir a la escuela moldava, y se encontrará entre en moldavo que habla, el ruso que ha prendido con saña y ahora llena su cabeza, junto al rumano de la adhesión de esta región. Y que se ve obligada a aprender para poder salir de Chisinau y tener una oportunidad en la vida.

Ha de ser la mejor para poder estudiar medicina, no su sueño sino el de Tamara quien solo vive preocupada por el dinero.

«Antes que vivir con vergüenza, Lastochka, mejor vivir con dolor. Recuerda lo que te digo. Cuando llega el dolor, llama a tu puerta, le abres y ya está […]  El dolor empieza a vivir contigo como si llevarais juntos mil años. Como una vieja, te quiere solo para él […]. Más terrible es el dolor de lo vacío que de lo lleno. Me pidió una pierna y se la di. Me pidió una mano y se la di. Y ya ves, sigo viviendo […]. La vergüenza no te quita nada, te añade algo».

El jardín de vidrio, Tatiana Țîbuleac

Escrito por Leonor Pérez de Vega, autora del blog El dolor sí tiene nombre. Puedes seguirla en Twitter desde aquí.

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