Tatiana Ţîbuleac, editorial Impedimenta. Traducción de Marian Ochoa de Eribe.
Os traigo la primera novela de esta escritora moldava, que ha recibido varios premios y ha sido alagada por la crítica. Para mí ha sido todo un descubrimiento, ya que después de leer su segunda novela El jardín de vidrio, que ya habrá otra Lectupíldora, he preferido comenzar con esta para este verano.
Su fuerza narrativa que transita en capítulos cortos, me ha recordado a otra autora, Agota Kristoff, con su trilogía Claus y Lucas, en un texto que nos va moviendo en el tiempo, pero con una intensidad que no decae. En la misma teje, de forma brillante, la relación entre la muerte y la vida, los sentimientos materno-filiales, pasa de la culpa al odio, la salud mental, y cómo no, el perdón y el dolor.
Tras varios años y con un bloqueo artístico Alexky, nuestro protagonista, busca en la pintura una forma de sacar su rabia o su frustración. Su psiquiatra le recomienda que escriba un libro relatando de forma cronológica cómo fue el último verano con su madre.
Escribir o pintar son formas que algunos utilizan para liberar o, al menos, intentarlo una mente afligida, y de hecho cuando le preguntan a Alesky ¿cuándo y dónde empezó a pintar?, él se enfada porque la pregunta es ¿por qué empezó a pintar?
Y es que Alesky un joven atormentado, que no comprendió, tras la muerte de hermana Mika a quienes todos querían, que su madre se desentendiese de él con tan solo 8 años. Esto rompió la familia, el padre les abandonó y pasó de ser un niño querido a un adolescente averiado.
Desde entonces ha pasado por varios centros psiquiátricos y mantiene un férreo odio hacía su madre. Por su cumpleaños y cuando acaba el curso en el centro en el que está internado, ella le propone pasar el verano en un pequeño pueblo francés. Un plan nada apetecible para él, que ya tenía pensado irse con sus amigos.
La madre intenta reconciliarse con el hijo de 17 años, a quien dejó aparcado y le embauca con el fin de pasar el último verano con ella. Le confiesa que tiene un cáncer agresivo, que la está consumiendo y necesita recuperar lo que queda de relación con él y con la vida.
Un deseo como confiesa el propio Alexky de: «escapar de ese borrador de vida que llevo ahora».
La voz en primera persona de Alexky reflejará todos los sentimientos, el odio a su madre, el abandono, la ausencia y cómo ese verano su madre y él son capaces de aproximarse poco a poco en un viaje interior que te absorbe página a página. Construyen una relación en la que cada uno cede su espacio. Su autora nos va relatando las semanas y como el odio se diluye para transformarse de nuevo en amor y perdón.
«Te he querido Aleksy, te he querido como he podido»
Un viaje en el que el lector puede pensar que no puede funcionar, ya que es muy fuerte el odio que se narra en un inicio, aunque la madre irá poco a poco devolviendo esa condición a su hijo perdido. Al tiempo, este transformará ese odio en un descubrimiento de los ojos verdes de su madre, sabiendo que ya no habrá marcha atrás.
El final se conoce, pero no por ello le resta calidez y ternura a cada uno de sus escenas, y la transformación del propio protagonista.
Son continuas las referencias a los ojos verdes de su madre que van variando a medida que avanza la novela, desde: «Los ojos de mi madre eran un despropósito […]; lloraban hacia dentro […] eran cicatrices en el rostro del verano; […] Los ojos de mi madre eran brotes a la espera»
Escrito por Leonor Pérez de Vega, autora del blog El dolor sí tiene nombre. Puedes seguirla en Twitter desde aquí.
1 comentario en «El verano que mi madre tuvo los ojos verdes»